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Me gustaría estar reventado (de cansado, no de empitonado por la puerta de atrás...). Porqué estar reventado sería más descansado de lo ultraapiltrafadamente molido que estoy esta noche, tras dos partidos de fútbol en un día. Y suerte que en el curro hoy estábamos de aniversario con pastel y cava, y nos hemos tocado las pelotas (o los ovarios) soberanamente. Cada uno las suyas, eso sí, que por suerte o por desgracia la gente no es muy de compartir pelotas u ovarios en la oficina. Eso sí, tras unos meses de baja, hoy nos hemos pegado en el pasillo uno de esos abrazos enooooorrrrrmeeeeeessssss y con ganas con una compañera a la que le tengo mucho cariño por lo tierna y lo buena gente que es. Y encima tiene ese tipo de belleza extraña a lo Christina Ricci, y es pequeñita, como a mí me gustan. Ahora no le empecéis a buscar morbo a la historia, que os conozco, y de hecho ya buscamos hace unos años ese camino, pero la cosa se quedó en algún cine y varias cervezas. Así que será que nada tenía que pasar.

La historia amorosa más reseñable de mis últimas semanas empezó como una casualidad. Encuentros casuales con una vecina en el balcón, ella que busca una excusa para entablar conversación, a partir de ahí cada nuevo encuentro supone algún breve diálogo, y todo tiene pinta de peli romanticona o de porno duro. La fantasía de cualquier hombre hecha realidad, vamos. Pero la cosa empieza a torcerse cuando las casualidades resultan no ser tales: cada puta vez que salgo a tender o a recoger ropa, ella también sale; cada maldita vez que me toca regar las plantas, se abre la luz de la habitación junto a su balcón. Si salgo a comprobar la temperatura, ella justo tiene que recoger algo tendido... vamos, un puto acoso maníaco obsesivo de aquellos de hacerte sentir violento. Ah! Y, por si había olvidado un pequeño matiz: mi vecina del edificio de enfrente debe tener unos 70 años...

Videografía complementaria...